Sabía que iba a casarse el sábado siguiente, en una boda de estruendo, y el ser que más la amaba y había de amarla hasta siempre no tendría ni siquiera el derecho de morirse por ella. Los celos, hasta entonces ahogados en llanto, se hicieron dueños de su alma. Rogaba a Dios que la centella de la justicia divina fulminara a Fermina Daza cuando se dispusiera a jurar amor y obediencia a un hombre que solo la quería para esposa como un adorno social, y se extasiaba en la visión de la novia, suya o de nadie, tendida bocarriba sobre las losas de la catedral con los azahares nevados por el rocío de la muerte, y el torrente de espuma del velo sobre los marmoles funerarios de catorce obispos sepultados frente al altar mayor. Sin embargo, una vez consumada la venganza, se arrepentía de su propia maldad,
y entonces veía a Fermina Daza levantándose con el aliento intacto, ajena pero viva, porque no le era posible imaginarse el mundo sin ella. No volvió a dormir, y si a veces se sentaba a picar cualquier cosa era por la ilusión de que Fermina Daza estuviera en la mesa, o al contrario, para negarle el homenaje de ayunar por ella. A veces se consolaba con la certidumbre de que en la embriaguez de la fiesta de bodas, y aun en las noches febriles de la luna de miel, Fermina Daza había de padecer un instante, uno al menos, pero uno de todos modos, en que se alzara en su conciencia el fantasma del novio burlado, humillado, escupido, y le echara a perder la felicidad.
miércoles, 22 de enero de 2014
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